MADRES E HIJOS

Ninguna relación es tan natural y compleja al mismo tiempo como la relación con la madre. Tal vez porque es la primera relación que construimos, quizás por la necesidad y dependencia que se establece durante los primeros años o porque el resto de las relaciones siguen patrones de repetición o contraste con la relación materna. El caso es qué, de una forma u otra, la relación con la madre nos marca a todos para bien o para mal.

Antes del nacimiento la madre es absolutamente todo para el bebe en gestación. Es su realidad y todo su mundo. Es el soporte vital del que dependen la alimentación, el sistema de defensas frente a las posibles enfermedades, quien regula la temperatura y el espacio biológico donde se desarrolla la vida. Esa relación biológica, tan estrecha y primitiva, de alguna manera continua existiendo tras el nacimiento y siempre deja algún tipo de conexión mucho tiempo después.

De la relación con la madre aprendemos a separarnos como sujetos únicos y diferentes, a convertirnos en personas independientes y capaces de funcionar solos y a construir un yo con él que nos identificamos. El contacto con la realidad se aprende a través de ella y nuestras creencias empiezan siendo las creencias prestadas de la madre. Igual que una vez nos cedió espacio en su cuerpo, ahora nos abre su mundo psicológico para ayudarnos a convertirnos en persona. En esa relación empezamos a desarrollar lo que será nuestra personalidad y muchos de los valores, miedos, inseguridades o deseos se construyen o se toman prestados de la madre.

Como adultos, la relación materna nos deja marcados desde la infancia. En realidad todas las demás relaciones, de alguna manera, son la continuación de la relación que tuvimos con ella. Tal vez, da lo mismos que seamos hombres o mujeres, busquemos una “madre” en la pareja o el jefe que tenemos, anhelamos la protección o el cuidado materno, la seguridad que una vez nos dio su voz, su olor o su presencia. O quizás sea exactamente lo contrario y en nuestras relaciones buscamos “la madre que no tuvimos”, la que nos hubiera gustado tener, una madre imaginaria e idealizada muy distinta a la relación que vivimos. Y podemos comportarnos y sentirnos como niños y niñas buenos y obedientes o por el contrario mostrarnos rebeldes y reaccionar a la contra, repitiendo simbólicamente esa relación que tuvimos en la infancia.

Como adultos la relación con la madre siempre es especial y distinta. Nadie nos conoce cómo ella. Le basta con una mirada para saber si estamos bien o mal. Entiende donde nos duele y a veces lo utiliza para hacernos daño. Ningún consuelo es comparable al que ella nos ofrece. Puede devolvernos a la infancia en un momento. Y con ella mantenemos esa relación de proximidad-distancia donde no siempre es fácil encontrar el límite.  A veces somos adultos dependientes con emociones de niño. Otras veces somos distantes y lejanos, para protegernos de la necesidad que aun sentimos de ella y nos mostramos fríos, duros o agresivos, porque hemos olvidado o nos duele pedirle que nos quiera.

La relación con la madre es donde se fraguan los primeros momentos de nuestra autoestima, con ella aprendemos a valorarnos y querernos o con ella nos sentimos despreciables. Afortunadamente con el tiempo, esa relación se puede revisar. El guión se puede reescribir. Ella, la madre, siempre lo hizo lo mejor que supo y pudo con el conocimiento y experiencia que tenía. Y a partir de determinado momento somos cada uno de nosotros los únicos responsables de nuestras emociones.

“Siempre se ha dicho que una madre lo es todo, pero pocas veces se dice todo lo que puede llegar a ser una madre”

Mafalda

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